Los Divinos Corazones nos formaron
Primera estrofa del Himno del Colegio de los Sagrados Corazones de Valparaíso. Año 1933.
en las letras, en la ciencia y la virtud,
y con gotas de su sangre consagraron
nuestra infancia, adolescencia y juventud.
Hechos hombres les juramos al partir,
serles fieles en la vida hasta morir.
¿Cómo elegir la educación de los hijos?
En casi todas las familias, la educación de los hijos es uno de los temas que más preocupan a los padres. Esta creencia es mucho más fuerte en las clases medias de la sociedad, ya que sus miembros están convencidos que la mejor, y posiblemente la única herencia que pueden dejar a sus descendientes, es una buena educación, que les permita enfrentar con éxito los desafíos de la vida.
En mi propia familia y en la vida de mis padres pude comprobar desde la niñez la validez de esta creencia. Mi padre, Carlos Lizama Poblete (1906-1960), era un típico educador chileno, de los formados en la icónica Escuela Normal de Preceptores. También, se había graduado en el Instituto de Educación Física de la Universidad de Chile. Fue profesor en dos de los Liceos públicos más prestigiosos de Santiago, el “Valentín Letelier” y el “José Victorino Lastarria” y, al crearse el sistema de enseñanza industrial, pasó a ser cofundador, profesor e Inspector General de las Escuelas Industriales de Rancagua y Valparaíso. Igualmente, fue profesor del cuerpo de Carabineros. Tres de las hermanas mayores de mi padre de igual forma fueron destacadas educadoras.
Por su parte, mi madre, Carmen Hernández Grebe (1911-2011), provenía por su lado paterno de antiguos ancestros coloniales de agricultores y mineros de Atacama y Coquimbo, el “Norte chico”, muy vinculados al Partido Radical que tenía una ideología social demócrata, laicista y anticlerical. Por el lado materno, tenia orígenes de inmigrantes alemanes llegados al Sur de Chile en el Siglo 19, con principios religiosos y éticos muy profundos. Su bisabuelo, Georg Grebe Engelhard (1831-1910), que era luterano, llego junto esos inmigrantes, aunque no por buscar fortuna, como sus compatriotas, sino por amor, siguiendo a su novia Emilie Geisse Ulrich. Su suegro Friedrich Geisse Haas, era Doctor en Filosofía y Teología y pastor luterano. Algunos de sus hijos, Grebe Geisse, se trasladaron al norte de Chile motivados por el auge minero y, al vincularse con familias chilenas, se convirtieron al catolicismo, con el mismo fervor y principios éticos que traían del luteranismo alemán. Debido a ello, nuestra madre recibió desde el hogar una esmerada educación religiosa católica y sus estudios formales fueron en el Colegio de las religiosas de la congregación de los Sagrados Corazones (SS.CC) de la ciudad de La Serena, conocido también como el Colegio de las Monjas Francesas.
Cuando yo tenía ocho años, en 1950, mi familia se trasladó desde Rancagua a Valparaíso, donde mi padre estaba asumiendo el cargo de Inspector General de la primera Escuela Industrial de la región. Mis estudios iniciales en Rancagua habían sido algo irregulares, porque yo no me había adaptado en las instituciones en que me habían matriculado, lo que hizo necesario que los primeros años de enseñanza básica los hiciera en la casa con profesores particulares. Al llegar a Valparaíso, la situación era muy diferente, porque era una gran ciudad con abundantes Colegios y Liceos de mucha calidad.
Mi padre era un profesor muy orgulloso y consciente de la elevada calidad del sistema de educación pública de Chile, al que el pertenecía. Compartía los principios fundamentales de ese sistema de impartir una enseñanza laica, democrática, gratuita y de calidad. Filosóficamente, se autodefinía como un “libre pensador” y nunca perteneció a ninguna entidad política o religiosa que pudiera limitar u orientar su independencia intelectual. Sin embargo, era respetuoso de las ideas ajenas. No tenía prejuicios en contra de la educación en los colegios católicos o privados, pero pensaba sinceramente que la educación pública era de calidad muy superior. De hecho, los datos objetivos de los “rankings” de la época indicaban que los mejores establecimientos educativos del país eran los públicos. Por ello, para el, lo más lógico y conveniente era que yo ingresara al Liceo público «Eduardo de la Barra», el mejor de la ciudad en esos años.
Para mi madre, una católica de muy fuertes convicciones religiosas, lo único que deseaba era que sus hijos se educaran en colegios católicos. Al saber que en Valparaíso había dos Colegios de la misma congregación en la que ella había estudiado en la Serena, los Padres Franceses y las Monjas Francesas, no podía pensar una mejor opción.
Ambos tenían personalidades fuertes, autoritaria la de él y de “guante de seda” la de ella. Nunca supe como abordaron el tema, pero los hechos me confirmaron que el inmenso amor y devoción que mi padre siempre tuvo por su esposa, como en el dicho español “besaba el suelo por donde ella pasaba”, volcó la decisión y yo terminé matriculado en el Colegio de los Padres Franceses de Valparaíso, de la congregación de los SS.CC. Lo mismo ocurrió con mis hermanos menores María del Carmen y Francisco Javier.
La decisión, también, tenía un fuerte impacto económico, con tres hijos, ya que, mientras el Liceo público era gratuito el Colegio de los SS.CC era pagado y el único ingreso familiar era el salario de mi padre. Sin embargo, el estilo de vida naturalmente austero de nuestra familia nos permitió disfrutar de una vida muy feliz y protegida en esos años. Con el correr de los años, aprendí de la experiencia de vida de mis padres que, por muy fuertes que sean las convicciones, el amor las supera.
La Congregación de Los Sagrados Corazones de Jesús y de María
La decisión de nuestros padres nos introdujo, a mí y a mis hermanos, en un mundo extraordinario en el que se mezclaban un sistema educativo culturalmente binacional, franco-chileno, de notable excelencia académica e impregnado de una espiritualidad cristiana de características muy especiales.
La congregación de los Sagrados Corazones de Jesús y de Maria (SS.CC), había iniciado su proceso fundacional en los tiempos más turbulentos de la revolución francesa, en el llamado período del “Terror” (junio 1793 – julio 1794), cuando los sentimientos antirreligiosos y anticlericales dominaban en la población de Francia.
El lugar de fundación era una pequeña iglesia de Paris, en un lugar llamado “Picpus”, el mismo en el que se encontraba la plaza en la que se mataba a los enemigos de la revolución, por medio de la guillotina. En esa plaza fueron guillotinadas también 16 religiosas de la orden Carmelita del convento de “Compiègne”, el 17 de julio de 1794, hecho que provocó una impresión emocional muy fuerte, que aceleró la caída de Robespierre y el fin del “Terror”.
Los fundadores de la Congregación fueron testigos del heroico comportamiento de las religiosas que subieron cantando al cadalso. Cuando las condiciones políticas lo permitieron, ellos se encargaron de convertir el lugar de fosas comunes en que las monjas y demás victimas guillotinadas fueron enterradas, en un cementerio, el “Cementerio de Picpus”, como se le conoce hasta la actualidad. Para conocer mejor de este hecho histórico, recomiendo “El diálogo de las Carmelitas” del escritor francés George Bernanos (1888-1948) y la ópera del mismo nombre.
La burguesía y el campesinado francés entendían la revolución como una gran revancha en la que la guillotina y otras formas de exterminio de la antigua aristocracia eran perfectamente válidas. Ellos querían, además, apoderarse de los bienes y el poder de la nobleza y de las tierras de los antiguos feudos y de las grandes propiedades agrícolas de la Iglesia católica.
En ese contexto, el sacerdote Joseph Marie Coudrin (1768-1837) y la monja Henriette Aymer de la Chevalerie (1767-1834), los fundadores de los SS.CC, asumieron la peligrosa tarea de crear una nueva Orden religiosa católica, clandestina en sus inicios, a pesar de que miles de sacerdotes y monjas eran ejecutados o hechos prisioneros en esos mismos años. En sus inicios, la población de Paris los llamaba “los padres y monjas de Picpus”, por su dramático rol durante el período del “Terror”.
Tal como había ocurrido en los primeros años del cristianismo en Roma, lo prohibido, lo clandestino y la misma persecución religiosa, provocaron un efecto contrario ya que centenares de jóvenes católicos se sintieron llamados a afirmar y defender su fe, a pesar del peligro que ello implicaba.
Por otra parte, la nueva congregación asumió como su máxima misión promover la adoración de los sagrados corazones de Jesús y de su madre María, lo que inspiraba una espiritualidad y misticismo de renovación en la iglesia católica. El corazón en casi todas las culturas y religiones se asocia a los sentimientos de amor y de valor. En la historia de la iglesia católica se considera que la creación de esta congregación contribuyó de modo importante a la recuperación del cristianismo en la Francia post revolucionaria.
Ya en el período napoleónico y post napoleónico, las relaciones entre el Estado y la Iglesia Católica empezaron a mejorar y la persecución se redujo. Francia se dedicó a expandir y consolidar su imperio colonial en África, Asia y las Islas del Pacífico. En esas lejanas colonias había grandes poblaciones, de culturas diferentes, donde el cristianismo aún no había llegado. Los jóvenes sacerdotes de la nueva congregación se sintieron llamados a cumplir esa misión que les parecía heroica, donde iban a enfrentar peligros y dificultades, iguales o mayores a los que habían enfrentado durante la revolución. Así lo vieron también el padre y la madre fundadora, al autorizar el envío de misioneros a todos esos lejanos e ignotos lugares. Las misiones de los SS.CC se iniciaron desde 1827 en el antiguo reino de Hawái y, en los años siguientes, se expandieron por toda Oceanía, las colonias francesas y no francesas de Asia y África.
Creación de los Colegios y la Escuela Gratuita de los Padres y Monjas de los SS.CC de Valparaíso
En el año 1837, el rol misionero inicial tuvo un cambio notable. Tres años antes, un grupo de cuatro misioneros, que viajaban a desarrollar misiones en las islas Gambier, recalaron en el puerto chileno de Valparaíso. Eran tres franceses y un irlandés, los sacerdotes Juan Crisóstomo Liauzu, Francisco de Asís Claret, Honorato Laval, y el aún no consagrado Columbano Murphy, que desembarcaron del buque “Sílfide”, el 31 de mayo de 1834. El plan era hacer una escala breve de unos 15 días, para luego continuar hacia su destino final. Fueron recibidos por el abate Andrés Caro de la Iglesia de La Matriz, la más antigua de Valparaíso, quien desde el primer momento de conocerlos no ceso de esforzarse por convencerlos de que se quedaran en Chile.
Valparaíso en esos años era una ciudad-puerto en plena expansión, desde que en el año 1820, Bernardo O’Higgins la había declarado el puerto principal abierto al mundo. Llegaban buques de todas las banderas y era el punto de transbordo de las mercaderías y pasajeros que viajaban entre Europa, América, Oceanía y las colonias de Asia. Debido a ello, allí vivían comunidades grandes de inmigrantes provenientes de Europa, principalmente de Gran Bretaña. Estos inmigrantes eran de religiones protestantes, como la anglicana, que fundaron sus primeros templos y escuelas. El Abate Caro temía que las religiones protestantes se impusieran por sobre la católica en Valparaíso.
El Abate logró convencerlos de quedarse en Chile y el padre Crisóstomo, que era el jefe del grupo, envió una solicitud de permiso a Francia para abrir una misión en Chile, dando argumentos muy convincentes. En el intertanto, personalidades de Valparaíso, como don Diego Portales, también se unieron a la solicitud, pidiendo que, además de la misión, se creara un establecimiento educativo. Como consecuencia, el 30 de mayo de 1837 se inauguró el Colegio de los SS.CC de Valparaíso, como el primer colegio católico creado en América después de la independencia de España.
Dos meses después, los misioneros fundaron un segundo establecimiento educativo, la Escuela gratuita de los SS.CC de Valparaíso, dirigida a brindar enseñanza a la población más pobre de la ciudad.
Al año siguiente, el 1 de septiembre de 1838, en el velero “Zelime” llegó también a Valparaíso la monja Cleonisse Cormier, dirigiendo un grupo de 12 religiosas para fundar el primer colegio femenino de la congregación en América, las Monjas Francesas de Valparaíso. La madre Cleonisse fundó posteriormente colegios similares en varios países y ciudades principales de Sudamérica.
Estos primeros colegios de la congregación tuvieron un impacto notable en la sociedad surgida después de las guerras de independencia. La vocación docente que demostraron los religiosos llamó la atención tanto en Chile como en otros países. Ya a mediados del siglo XIX, los Padres y las Monjas Francesas de Valparaíso recibían alumnos de Chile, Argentina, Perú, Bolivia y Brasil. Esto impulsó la creación de nuevos Colegios en todo el continente.
Al iniciarse el siglo XX, la congregación tenía colegios en todos los continentes y gozaba de gran fama por su calidad académica. Esta labor educativa multiplicó sus vocaciones sacerdotales siendo necesario abrir Seminarios para formar sacerdotes de diferentes nacionalidades, siendo el primero, fuera de Francia, el Seminario de “Los Perales”, en una paradisíaca Hacienda cerca de Valparaíso, donde también elaboraban vino de misa con uvas de la cepa de “Frontignon”, que exportaban a otros países de América y a Europa. Por su parte, la escuela gratuita también se desarrolló como Colegio de Artes y Oficios, pasando en el año 1905 a una Corporación de bien social llamada el Patronato de los SS.CC.
San Damián de Veuster: El Apóstol de los Leprosos en la Isla de la Muerte
“El mundo politizado y amarillista tiene muy pocos héroes que se puedan comparar con el padre Damián de Molokai. Es importante que se investiguen las fuentes de tal heroísmo”.
Mahatma Gandhi
Entre los miles de misioneros y educadores de los SS.CC que viajaban desde Europa, en el año 1864, uno de ellos fue un joven religioso belga, llamado Damián de Veuster (1840-1889). Se dirigía hacia Honolulu, en el archipiélago de Hawái, donde la congregación tenía una gran misión a cargo del Obispo del país, que era de la misma congregación. Los inmigrantes que llegaban a esas islas desde Estados Unidos, Europa, Japón y China introdujeron enfermedades desconocidas en su población originaria, siendo la más mortífera y cruel la de la lepra, para la cual no existía curación en esos años. Ante la gravedad de la epidemia, el rey de Hawái, Kamehameha cuarto, dispuso confinar en una sola isla llamada “Molokai” a todos los leprosos del país para que vivieran aislados hasta su fallecimiento. Desde ese momento la isla paso a ser conocida en el mundo como “la isla de la muerte” o “la isla maldita”. No fue posible encontrar en el reino a nadie que aceptara trabajar en Molokai por el terror a contagiarse con la enfermedad. Ante ello, el rey le pidió al Obispo Louis Maigret SS.CC (1804-1882) su ayuda para enviar al menos uno de sus misioneros para hacerse cargo de la población leprosa allí concentrada. Monseñor Maigret no quiso hacer uso de su autoridad ni del voto de obediencia que todos los misioneros habían jurado, sabiendo que a quien nombrare era equivalente a una sentencia de muerte. Por eso pidió voluntarios y cuatro jóvenes sacerdotes dieron el paso al frente para ofrecerse. El Obispo elaboró un plan para reducir el riesgo de contagio organizando un turno en el que cada voluntario permanecería un año en la isla, siendo sustituido por los otros voluntarios en períodos sucesivos.
El padre Damián pidió ser el primero, lo que le fue concedido. Cuando concluyó su turno solicitó autorización para quedarse definitivamente en la isla cuidando a sus amados leprosos.
“Tomando todas las precauciones razonables, consiguió durante más de una década escapar al contagio. Sin embargo, acabó enfermando también él.” (1)
Murió el 15 de abril de 1889 y en 1939 sus restos fueron llevados a Bélgica donde reposan en la cripta de la iglesia de los SS.CC de Lovaina.
La noticia de su enfermedad en 1885 y su muerte impresionó profundamente a sus contemporáneos, cualquiera que fuese su confesión religiosa. Desde su desaparición, fue considerado como un modelo y un héroe de la caridad. Grandes figuras intelectuales del mundo escribieron sobre su trayectoria exaltando su heroísmo y amor a los seres humanos más desgraciados. Personajes como el escritor ruso León Tolstoi, o el norteamericano Robert Louis Stevenson y Mahatma Gandhi dieron elocuentes testimonios de admiración.
El pueblo de Hawái, desde que era un reino independiente hasta la actualidad, lo honra como su personaje histórico más importante. Su estatua se encuentra frente al edificio del Parlamento, en su ciudad capital de Honolulu. Cuando Hawái se incorporó a Estados Unidos como Estado número 50 del país, fue decidido que su misma estatua representara al nuevo Estado en el salón de los grandes próceres de la nación norteamericana, en el Capitolio de Washington DC. En el año 2005, la televisión de Bélgica realizó un concurso nacional para identificar por votación popular al belga más importante de la historia, siendo elegido en el primer lugar el padre Damián. Curiosamente, la Iglesia católica se tardó 120 años en reconocerlo como uno de sus santos. Esto se dio en el año 2009.
Desde que conocí la historia del padre Damián, me provocó un gran impacto emocional y por varios años de mi adolescencia y juventud abrigue la idea de ingresar a la congregación como sacerdote, lo que me duró hasta fines del año 1972, cuando conocí a quien se convertiría en mi amada esposa Marie Jeanne Oliger Salvatierra (1951-2003). En el año 1989, viaje a Bruselas para una reunión de trabajo en la sede del Parlamento Europeo, en representación de Costa Rica y el hotel en que me aloje estaba en Lovaina. Como llegué un domingo y las reuniones se iniciaban al día siguiente, salí a caminar por el entorno y me llamó la atención una hermosa Iglesia que quise visitar. Había una mesa y una vitrina con folletos, libros y estampas que se referían al Padre Damián y me percate emocionado que me había tocado la feliz coincidencia de haber llegado al lugar donde estaba la tumba del héroe que tanto admiraba.
El Misticismo del Padre Mateo Crawley Boevey y Murga y la entronización del Sagrado Corazón en los hogares católicos
¿Qué tengo yo, Señor Jesús, que tú no me hayas dado?
Oración del Padre Mateo, Uruguay, año 1912
¿Qué sé yo, que tú no me hayas enseñado?
¿Qué valgo yo, si no estoy a tu lado?
¿Qué merezco yo si a tí no estoy unido?
Así como en el siglo XIX la gran figura de la congregación fue el Padre Damián de Veuster, durante la primera mitad del siglo XX este lugar fue ocupado por el sacerdote Mateo Crawley-Boevey y Murga SS.CC (1875-1959). Mateo nació en Perú, pocos años antes de la guerra que protagonizaron Chile, Perú y Bolivia, entre los años 1879-1883. Por ello, sus padres, un matrimonio anglo peruano, lo llevaron a Inglaterra en su infancia y cuando cumplió nueve años de edad se trasladaron a Valparaíso donde empezó sus estudios en el Colegio de los SS.CC. Desde esos tempranos años se evidenció ante su familia y maestros su profunda vocación religiosa. Al llegar la noticia del fallecimiento del apóstol de los leprosos, tomó la decisión definitiva ingresando como novicio en el seminario de la congregación, en Los Perales. Muy pronto, sus cualidades intelectuales, su ejemplar labor sacerdotal y educativa, la elocuencia de sus homilías, lo convirtieron en la figura religiosa más apreciada de Valparaíso. Entre las muchas obras notables de esta primera etapa, esta la creación del Curso de Leyes de los SS.CC, para formar abogados católicos, que con el correr de los años se convertiría en la actual Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.
Sin embargo, su energía creadora estaba permanentemente amenazada por graves trastornos en su salud, principalmente en sus pulmones, para los cuales la ciencia médica aún no tenía tratamientos eficaces. Aunado a ello, en el año 1906 un violento terremoto destruyó gran parte de la ciudad de Valparaíso y de los edificios del Colegio y la Escuela de Leyes, lo que lo hizo dedicar todas sus energías a ayudar a los damnificados y a la reconstrucción, dañándose así muy gravemente su salud.
Por ello la Congregación decidió enviarlo a Europa a un período de recuperación. En Francia, en el Monasterio de Paray-le-Monial, conoció el testimonio místico de una santa del siglo XVII, que había dedicado su vida a la adoración del Sagrado Corazón de Jesús. Esta experiencia lo hizo pensar que la razón de ser de su futura vida tenía que ser la de convertirse en un predicador de la devoción por el Sagrado Corazón en todos los hogares de las familias católicas del mundo. La idea lo conmovió tanto que aceleró su sanación y lo llenó de energía para desarrollarla, exponerla a los Superiores de la congregación y obtener una cita con el Papa Pío X para obtener su aprobación. Ese Papa tenía un pontificado muy difícil, casi todos los países de Europa y de Hispanoamérica, donde estaban la mayoría de los católicos, tenían gobiernos liberales y anticlericales. En muchos, como Portugal y México había persecuciones y expropiaciones a los bienes de la Iglesia. En ese contexto, la propuesta del joven Mateo debió asombrarlo por su audacia. En términos pastorales era algo revolucionario: sacar la predicación del interior de las Iglesias y conventos y llevarla a la calle y a los hogares de las familias. Con la autorización del Papa regresó a Chile e inició su gran misión, que tuvo un éxito inmediato. En poco tiempo, más de 120 mil familias celebraron la “entronización” del Sagrado Corazón en sus casas y el movimiento siguió creciendo con dinámica propia.
Los resultados de Chile llevaron al Padre Mateo a viajar por todos los continentes como el “apóstol del Sagrado Corazón”, escribiendo libros y homilías que promovían esta devoción. Tenía desde la niñez el “don de lenguas”, que le permitía aprender muy rápidamente los diferentes idiomas y expresarse con elocuencia en todos ellos. A fines de los años 30 ya era uno de los sacerdotes más admirados en la Iglesia católica, con millones de hogares incorporados en todo el mundo. Lamentablemente, la cruel enfermedad que carcomía su cuerpo se volvió a manifestar en el año 1949 y lo hicieron vivir un verdadero martirio de dolores hasta su muerte en su querida “alma mater”, el Colegio de Valparaíso, a los 84 años de edad, el 4 de mayo de 1960.
Entre los hechos anecdóticos de su vida, fue que siempre se consideró de nacionalidad peruana y así lo afirmaba orgullosamente. Pese a ello y a la cercanía de la guerra que había enfrentado a Chile y Perú en el siglo anterior, era también el sacerdote más admirado de Chile. La siguiente anécdota refleja ese sentimiento: Cuando estaba cercano a su fallecimiento, el Almirante chileno don Juan José Latorre, el vencedor del combate naval de Angamos, en el que murió el valiente Almirante peruano don Miguel Grau, pidió que el padre Mateo fuese a darle los últimos sacramentos. Una vez que el padre lo confesó, le dio la comunión y la extremaunción, el Almirante le dijo: “Que extraña que es la vida padre Mateo, yo que maté a tantos cholos en la guerra, ahora que me estoy muriendo recibo de un cholo el perdón y consuelo de Dios”.
En mi familia, la influencia del Padre Mateo estuvo siempre muy presente. Desde que tengo memoria, recuerdo la imagen del Sagrado Corazón en la entrada de nuestra casa, con la leyenda “Dadme hospedaje de amor en vuestro hogar y yo os lo retornare eterno en mi sagrado corazón”, misma imagen que se encuentra actualmente en la casa de mi hermana en Santiago. Deduzco que el origen de esa imagen en nuestro hogar se remonta a los años en que mi madre fue alumna del colegio de las monjas de los SS.CC de la Serena, en los años 20 del siglo pasado.
La preparatoria en el Patio Chico
En los años 50, el sistema educativo tenía dos etapas de seis años cada una. La educación básica, a la que se llamaba “Preparatoria”, con niños de 5 a 13 años de edad aproximadamente y la media, a la que se llamaba “Humanidades”, que podía darse entre los 14 a los 20, dependiendo de la madurez de cada muchacho.
Yo ingrese a los SS.CC, Padres Franceses de Valparaíso, a la cuarta preparatoria del año 1950 con ocho años de edad. A diferencia de lo que me había ocurrido en Rancagua, me adapte de inmediato al nuevo colegio, a los profesores, a su metodología de enseñanza y especialmente a mis condiscípulos, niños de familias muy parecidas a la mía y de similares edades.
El “Patio chico” era el edificio donde funcionaban los cursos de Preparatoria de los niños. No era chico, sino que bastante grande. Consistía en un gran edificio de aulas, de dos pisos, con un gran patio de recreo y deportes. En el segundo piso, había también un salón de actos para presentaciones artísticas y reuniones generales. Se encontraba en la avenida Colón, pero para llegar a él había que ingresar al colegio por el “Patio grande”, donde funcionaban los Cursos de Humanidades, que estaba en la Avenida Independencia. Ambos edificios se comunicaban mediante un túnel que pasaba por debajo de la avenida Colón. Ese túnel generaba todo tipo de sensaciones cada día y muchos comentarios del tipo leyenda urbana en la ciudad. Había quienes afirmaban que existía también otro túnel secreto que unía al colegio de los padres franceses con el vecino colegio de las monjas francesas.
La jornada de lecciones era doble, cuatro horas en la mañana y tres en la tarde con una interrupción de dos horas al mediodía para ir a almorzar a nuestras casas. A casi todos nos llevaban nuestras madres por las calles de una ciudad que era muy segura, o en transporte colectivo, para esa época muy moderno, con un sistema de buses eléctricos a los que llamaban “troleys”.
Algunos alumnos, como mis compañeros de apellido Velarde, que venían desde ciudades del interior de la provincia, almorzaban en el Colegio en un comedor ubicado en el edificio del patio grande, donde un hermano cocinero de la congregación se esmeraba preparando comidas con toque francés. Algunas veces con motivo de ciertas festividades nos llevaban a los otros alumnos a ese comedor donde nos servían chocolate con leche y repostería francesa enviada desde el colegio vecino de las monjas. Mi primer recuerdo de haber conocido los deliciosos “croissants”, data de esos años.
Los profesores eran varios sacerdotes franceses ya ancianos que nos enseñaban derrochando afecto y sabiduría para formar niños. El más recordado, el padre Mauricio Bertho SS.CC, que había llegado a Chile en el año 1922, tenía la particularidad de sufrir de enanismo, por lo que era de menor estatura que muchos de sus alumnos, lo que lo hacía verse ante nosotros como un niño más. Los libros llegaban de Francia, elaborados con pautas pedagógicas muy avanzadas y se utilizaban la música, el canto, la poesía y literatura infantil en francés para amenizar la enseñanza.
Había, también, varios sacerdotes jóvenes chilenos, algunos aún “novicios” del Seminario de Los Perales, que participaban haciendo sus prácticas como educadores, dotados de energía juvenil y mística religiosa. Debido a ello, los deportes y el espíritu competitivo tenían una gran relevancia. Recuerdo un par de ocasiones en que una discusión típica de niños terminó en una gresca a golpes y en la que el sacerdote que estaba vigilando el recreo, en lugar de separarnos, corrió a la oficina del “padre ministro” regresando con un juego de guantes de boxeo, convirtiendo así un episodio de ira infantil en una sana competición según las reglas del marqués de Queensberry.
Tuvimos, también, unos pocos profesores laicos, entre los que recuerdo al maestro Fernández que nos enseñaba artes manuales y a un recién graduado exalumno, Ricardo García Rodríguez, que financiaba sus estudios universitarios colaborando en la sección preparatoria.
El padre Horacio Spencer SS.CC, fue el ministro del Patio chico en esos años y el rector del colegio era el padre Anastasio Pirion SS.CC (1888-1959) quien, además de sacerdote era un eminente científico dedicado a la botánica. Desde su llegada a Chile, el padre Anastasio se había dedicado a la investigación de los insectos del país, con numerosas publicaciones que se conservan en la Revista Chilena de Historia Natural y de la Sociedad Chilena de Entomología de la que fue fundador.
En el año 1928, el gobierno del país, a cargo de don Carlos Ibáñez del Campo, le pidió integrar la “Expedición científica McQueen al Aysén”. En esa época, Aysén era un territorio no colonizado, casi sin población, de apenas 600 habitantes, según censo del año 1920. La expedición la dirigía el director del Museo de Historia Natural, Ricardo Latcham (UK 1869-Chile 1943). La integraban un grupo de científicos interdisciplinarios, entre ellos otro sacerdote de los SS.CC, Benjamín Falipou, que iba como cinematografista y fotógrafo para documentar gráficamente todos los hallazgos que encontrarían. La finalidad de esa expedición era estudiar los recursos naturales de Aysén para identificar las actividades agrícolas, industriales, mineras pesqueras o turísticas que podrían realizarse para promover una colonización bien informada. (2) Cuando fue nuestro “Padre rector” este eminente sacerdote y científico era ya un anciano muy simpático, más un “abuelito” protector que un jerarca, que visitaba con frecuencia el Patio chico con dulces en sus bolsillos y que nos daba consejos y conocimientos botánicos recitados o cantados: « Les parties principales de la plante sont la racine, la tige, la fleur et la graine.», recitación cantada por el Padre Anastasio.
Otra característica interesante del colegio, que conocimos en esos primeros años, era la veneración por los hechos patrióticos de la historia de Chile, sobre todo los que conmemoraban las glorias navales. Muchos marinos destacados y héroes de guerras habían sido exalumnos. El 20 de mayo de 1950 experimenté la emoción de desfilar, junto a mis condiscípulos, frente al monumento donde reposan los restos de los combatientes de Iquique y Punta Gruesa. Ese día amaneció un clima amenazante y con lloviznas y algunas de nuestras madres caminaron a la par de nuestro batallón de niños, con paraguas listos para protegernos en caso de lluvia.
Mi adolescencia en el Patio Grande
El “Patio grande” representaba un cambio mucho más significativo que un simple traslado de espacio físico. Era una nueva etapa de nuestras vidas, que de niños pasábamos a ser adolescentes, indiferentemente de nuestras edades. El edificio era más grande y elegante y formaba parte de un conjunto arquitectónico declarado patrimonio cultural de la ciudad, integrado además por la Iglesia de los SS.CC y el edificio del colegio de las Monjas Francesas. Tenía dos pisos de aulas, incluyendo un laboratorio de química y física y un pequeño museo arqueológico botánico, donde se exhibían hallazgos hechos por los religiosos franceses desde el siglo XIX en sus expediciones por el territorio chileno. Al fondo, hacia el lado que correspondía a la avenida Colon, estaban los dormitorios de los sacerdotes, tanto de los que trabajaban como profesores del Colegio o en la Universidad Católica, como de los que atendían diversas parroquias de la provincia, y la de muchos ya muy ancianos que residían allí los últimos años de sus vidas. En el segundo piso, estaba un salón muy elegante con mesas y sillas de estilo medieval, que era la “Academia”. Allí se presentaban actividades culturales, concursos literarios, competencias de oratoria y ceremonias solemnes. También, había un gran salón habilitado como Club social, exclusivo para los alumnos de los dos cursos finales, con mesas de billar, de tenis de mesa, juegos de mesa como el ajedrez o las damas y, en alguna época anterior a la de mi generación, lecciones de esgrima.
Al ingresar al patio grande, nuestro curso tuvo también cambio en la composición del alumnado, al fusionarse con parte de otro curso y porque en esa época Valparaíso era una ciudad con muchas empresas e instituciones con ejecutivos, que tenían hijos en el colegio, que permanecían algunos años en la ciudad hasta que los trasladaban a otras ciudades, lo que provocaba que todos los años nos encontrábamos con la llegada de nuevos condiscípulos o con la ausencia de los que se habían ido.
Los profesores, tanto sacerdotes como laicos, eran mayoritariamente chilenos, a diferencia de la experiencia previa del patio chico. Esto porque la migración de sacerdotes franceses o belgas había disminuido drásticamente.
Sin embargo, nuestro primer jefe de curso en el primero de Humanidades fue un notable joven sacerdote francés, a pesar de sus germánicos apellidos, el padre Jean Paul Schlosser Mittelhauser. Era alsaciano, región de Francia invadida por Alemania en la 2da. Guerra Mundial en 1940, siendo él uno de los 130 mil adolescentes y jóvenes obligados a enrolarse en el ejército invasor, la llamada división “Malgré Nous”, chantajeados con amenaza de represalias contra sus familias si no se sometían.
Al terminar la guerra, ingresó a la congregación de los SS.CC, siguiendo el ejemplo de su hermano mayor, André Gerard, que ya era miembro de ella. Era todavía muy joven y le sobraba energía. En las primeras lecciones se notaba que aún no dominaba el español, pero rápidamente se puso al día y se convirtió en un profesor muy apreciado. En los recreos, se mezclaba en los juegos de fútbol o basquetbol, amarrándose la sotana a la altura de la cintura. En una ocasión, en la que le preguntamos si sabía rugby francés, nos organizó una “pichanga” de inmediato, ocasión en la que pudimos aprovechar para golpearlo con total impunidad, porque así lo permitía el juego. Intelectualmente era una persona muy versátil, como lo demostró cuando nos impartía Biología en el 4to año, llegando a cada clase con material muy avanzado que, en esa época, se conocía solo en las Universidades, como “Le Traité d´Anatomie Humaine” de Testut.
Aunque su hermano André Gerard Schlosser Mittelhauser SS.CC (1924-2016) no fue profesor nuestro, porque estaba en el colegio de Concepción, es justo que en estas líneas le rinda homenaje por haber sido uno de los más insignes miembros de la congregación en Chile. Obtuvo su licenciatura en Teología en la Universidad Gregoriana de Roma y llegó a Chile como Maestro en el Seminario de Los Perales, y luego, desde 1954, se desempeñó como profesor de filosofía en el colegio de los SS.CC de Concepción. En paralelo, creó diversos proyectos y programas en ayuda de la población más pobre de esa región. Posteriormente, estableció la organización “Aldeas Infantiles SOS de Chile”, con centros de cuidado y educación de niños huérfanos o abandonados en todas las regiones del país. En agradecimiento a su benemérita labor, en el año 1992, el gobierno y el Parlamento le otorgaron la nacionalidad chilena “por gracia”, honor que antes que él solo lo habían recibido 40 notables personalidades de origen extranjero, entre ellas, don Andrés Bello.
Otros dos sacerdotes, muy cercanos a los alumnos, fueron los padres Roberto Codina SS.CC y Jerónimo Giraud SS.CC. Ambos fueron “Padres ministros”, a quienes corresponde la disciplina de los alumnos y la administración académica, principalmente la coordinación con el cuerpo de profesores y la relación con los padres de familia. Como muchos educadores de esos años eran enciclopédicos y lo demostraban cada vez que reemplazaban a algún profesor que no llegaba, por enfermedad o algún otro motivo. Jerónima tenía, además, fama de ser muy severo, y por lo mismo era el más respetado, incluso por parte de los más revoltosos. El Jerónimo, o Gabriel como se llamó posteriormente, continúo siendo importante en mi vida, al oficiar mi matrimonio en la parroquia de Santa María de Las Condes, en diciembre de 1973, en un momento difícil para mí y mi esposa.
Respecto de los castigos, no recuerdo ninguno humillante para nadie. Generalmente eran duros ejercicios gimnásticos, como hacer una gran cantidad de sentadillas, flexiones de brazos o subir por una cuerda hasta tocar el techo que era bastante alto. Cuando la falta era grave lo normal era enviar una comunicación a los padres de los alumnos, lo que era mucho más aterrador que un castigo en el colegio, ya que la mayor parte de los papás eran muy severos.
Recuerdo a un joven sacerdote, Fernando Ugarte SS.CC., muy deportista y destacado músico, que ofrecía una alternativa atractiva: “Puedes elegir, comunicación a tus padres o patada por el poto”, a lo que los afectados siempre preferían la segunda opción. El castigado debía colocarse en la posición al borde del foso de arena que se utilizaba para saltos de atletismo y el cura tomaba impulso con una carrera que culminaba con una certera patada que enviaba al infractor hasta la mitad del foso. El episodio terminaba con saludo de rigor: “Muchas gracias, padre”, que reflejaba el alivio de no tener que dar explicaciones en el hogar.
Un sacerdote que nos acompañó en esos seis años y que tuvo influencia más espiritual que docente fue Juan Enrique Walker Concha SS.CC (1923-1978). “Juaneque” como cariñosamente lo llamamos, era mucho más que un sacerdote, era “un hombre de Dios” como espontáneamente lo reconocían todos los que tuvimos la suerte de cruzarnos en su camino pastoral. En la actualidad, existe un expediente abierto en el Vaticano para su beatificación que responde a la huella de amor al prójimo y en especial a los más pobres y desamparados a los que dedicó la mayor parte de su vida sacerdotal.
Se había ordenado sacerdote en el año 1949 y al año siguiente estaba en el Colegio de Valparaíso, en el que residía. Viajaba a Viña del Mar, donde también cumplía funciones docentes y de asesoría espiritual a los alumnos. Yo empezaba a tener alguna inclinación de vocación religiosa que el capto, convirtiéndose en mi guía espiritual en esos años. Lo acompañe como monaguillo en muchas misas, algunas en el colegio de las monjas francesas donde fungía como capellán. Gracias a ello, pude conocerlo y admirarlo muy de cerca. Al poco tiempo, me llamaron la atención los agudos y frecuentes ataques de jaqueca que sufría inesperadamente, que soportaba con una estoicidad admirable. Muchos años después, supe que esos agudos dolores tenían una causa más grave, trastornos cerebrovasculares que hicieron necesarias tres operaciones cerebrales, dos en 1978, poco antes de su fallecimiento, a la temprana edad de 56 años (3).
A “Juaneque” le debo, también, mi afición por el atletismo, aunque el en realidad apoyaba todos los deportes. En ese periodo, el colegio tenía excelentes basquetbolistas y nuestros equipos competían con buen éxito en diversos torneos a los que Juan Enrique asistía animándolos. Yo no tenía aptitudes para los deportes colectivos, por lo que me orientó hacia el atletismo, estimulándome a competir en carreras y saltos y a actuar, también, como aprendiz de dirigente deportivo. Para ello me relacionó con don Otto Biehl, uno de los más importantes empresarios de Valparaíso, que tenía un hijo en el colegio de Viña del Mar, George Biehl, que era un superdotado en las carreras de velocidad. George necesitaba competir en torneos nacionales, para poder desarrollar al máximo sus potencialidades. Juan Enrique le pidió consejo a su hermano Horacio Walker Concha, que era el principal dirigente del atletismo chileno, quien recomendó crear un Club de Atletismo siguiendo el modelo del “Atlético Santiago”. Fue así como se creó el “Club Atlético de los SS.CC de Valparaíso y Viña del Mar” que empezó a competir tanto en Valparaíso como en Santiago. Don Otto fue el presidente y “Juaneque” hizo que me nombraran secretario, a pesar de ser solo un alumno de tercer año de secundaria. Fue un aprendizaje valioso para vencer mi timidez, que me ha servido en la vida, dirigiendo y coordinando equipos humanos, practicando el “Fair play” y ampliando mi círculo de amistades. Aún conservo viejos amigos, egresados de ambos Colegios, gracias a esa convivencia deportiva.
Durante la secundaria tuvimos tres Rectores, los padres Santiago Urenda Trigo, Eugenio León Bourgeois y Andrés Aninat de Viale Rigo. Con los padres Santiago y Eugenio tuvimos poca relación, porque su período fue breve y no nos impartieron lecciones, mientras que a Andrés lo tuvimos la mayor parte de ese tiempo como Rector y profesor de filosofía. Tuvimos una gran suerte en ello, ya que Andrés Aninat de Viale Rigo (4) SS.CC (1898-1992) fue uno de los teólogos y filósofos católicos más eminentes del siglo XX en el país. Muy cercano a los filósofos franceses Jacques Maritain (1882-1973) y Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955). Desarrolló una vasta obra filosófica desde la perspectiva del humanismo cristiano, la libertad y la relación entre la religión y las ciencias, así como un enfoque moderno sobre el derecho natural. Fue honrado por su labor de vinculación de la cultura franco-chilena con la “Orden de las Palmas Académicas de Francia”. Contemporáneo de Andrés hubo otro sacerdote filósofo, de los SS.CC, de mucha influencia, el padre Rafael Gandolfo Barón SS.CC (1912-1982) catedrático de las Facultades de Filosofía de la Universidad de Chile y las Universidades Católicas de Santiago y Valparaíso, además de autor de una nutrida bibliografía filosófica.
En Historia y Educación Cívica, asignaturas que más me gustaban, tuvimos varios profesores muy buenos, como Adolfo Etchegaray Cruz SS.CC (1926-2019), Florencio Infante SS.CC (1913-1998) y Renato Vio Valdivieso SS.CC (1918-2002). Adolfo fue nuestro maestro en el sexto de Humanidades de 1959. Era una eminencia intelectual, de apariencia muy tímido y reservado, pero a poco de conocerlo aprendimos a respetarlo y escuchar sus lecciones que preparaba con gran minuciosidad. Escribió obras históricas, educativas, de filología y enseñó lenguas clásicas en las Universidades Católicas de Valparaíso y Santiago.
Renato y Florencio eran muy diferentes a Adolfo, con personalidades extrovertidas, simpáticas, aunque polémicas. A ambos les fascinaba la historia militar de Chile y llevaban su patriotismo hasta la exaltación. Renato era capellán del Regimiento Coraceros de Viña del Mar, del Regimiento Escuela de Caballería de Quillota y posteriormente del Regimiento Guías de Concepción y Florencio lo era de la Escuela Militar en Santiago, a donde viajaba todas las semanas.
Recuerdo una ocasión, en la que hubo un amago de conflicto entre Argentina y Chile, en la que Renato cambió la lección de Educación Cívica por una apasionada arenga que nos hizo salir a la calle gritando consignas patrióticas y anti argentinas. De Florencio recuerdo haberlo visto una vez salir del Colegio, vestido de uniforme militar y con el típico casco prusiano, para participar en unos ensayos bélicos, que llamaban “maniobras”. Esa imagen se me quedó grabada en la memoria, porque era una persona alta, de cuerpo y piernas delgado, con una ligera joroba, y una nariz grande, lo que combinado con el casco me recordó dibujos del caballero de la triste figura de Cervantes. Políticamente eran diferentes, Florencio muy conservador y Renato muy afín con el social cristianismo. Con los dos tuve una amistad que perduró por varios años posteriores al Colegio. Cuando fui nombrado Director Nacional de Turismo intenté mantener mi vínculo regionalista pasando los fines de semana en Viña del Mar, utilizando un tren que salía los viernes de noche de Santiago y que regresaba los lunes a las 7 de la mañana desde Viña, en el que siempre me encontraba con Florencio y parte del viaje conversábamos de temas históricos o de ópera, sin que nuestras obvias diferencias políticas enturbiasen la relación. Renato, por su parte, fue uno de los mejores colaboradores del Cardenal Raúl Silva Henríquez, desde que este inicio la Reforma Agraria entregando tierras de la Iglesia a los campesinos.
Hubo, también, un sacerdote que no fue profesor nuestro de ninguna asignatura, pero que aparecía frecuentemente dándonos unas conferencias extraordinariamente amenas, Edmundo Stockins Crishop. Además de sacerdote, era uno de los fotógrafos profesionales más famosos de Chile. La congregación le permitió dar “rienda suelta” a su pasión por la fotografía y gracias a ello recorrió todo Chile, hasta los rincones más aislados, dejando testimonio fotográfico de paisajes, poblaciones, costumbres, manifestaciones culturales, religiosas y hechos de los que fue testigo. La calidad de sus fotografías hizo que sus fotos fuesen utilizadas por la Dirección Nacional de Turismo en sus campañas internacionales. Su fama trascendió las fronteras y las direcciones de turismo y gobiernos de otros países lo invitaron a fotografiar sus lugares emblemáticos. Cuando regresaba, después de estos viajes, a su hogar, que era el colegio de Valparaíso, editaba en diapositivas el material que traía y nos daba conferencias sobre esos lugares maravillosos de Chile u otros países. Lo hacía con entusiasmo, transmitiéndonos las vivencias culturales y las emociones que esos lugares habían provocado en él. Creo que aprendí mucho más de geografía con las charlas del padre Edmundo que con los libros y mapas de la época. Cuando falleció, su familia dispuso que su gigantesca colección de decenas de miles de diapositivas y fotografías de Chile se donara a la Biblioteca de la Dirección Nacional de Turismo.
Los Profesores Laicos
Tuvimos magníficos profesores laicos. En Química y Física, a un verdadero sabio italiano, don Luigi de la Valle, que había llegado a Chile a raíz de la Guerra Mundial. Era profesor de esas materias en las carreras de ingeniería de la Universidad Católica y de la Universidad Santa María, por lo que estaba sobrecalificado para enseñarnos, pero creo que lo hacía por su fe católica y porque dos de sus hijos, uno de ellos posteriormente sacerdote de los SS.CC, estudiaban en el colegio. En matemáticas tuvimos también excelentes maestros como don Máximo Valdivia, don Juan José de Latorre y Marcelo Rubio Terra (1936-2010).
En Literatura y Español tengo un muy grato recuerdo de German Gamonal Rosales (1932-2021). Cuando estaba escribiendo estos recuerdos, recibí la triste noticia de su fallecimiento. Nos dio lecciones cuando aún era estudiante universitario y trabajaba como periodista en el Diario del Arzobispado “La Unión” de Valparaíso. Tenía una enorme cultura en Literatura española y disfrutaba recitándonos con elocuencia párrafos completos de sus clásicos.
En mis años universitarios, me gustaba llegar a su oficina en el diario La Unión para conversar y acompañarlo hasta el “cierre” de la edición en la noche. En los años siguientes, nos vimos muy esporádicamente, pero, aún desde la distancia, mantuvimos la amistad. Posteriormente, estas lecciones las impartió don Fernando Silva, que era un profesor académicamente muy calificado, aunque excesivamente exigente en sus exámenes, lo que le acarreo la antipatía de varios condiscípulos. En inglés, tuvimos a Isabel Castaño, una profesora muy profesional que se manejaba con un marcado acento británico. Yo, en paralelo, estudiaba inglés en el Centro Cultural Norteamericano, lo que me hizo apreciar mejor la literatura inglesa.
Otro profesor muy apreciado fue don Carlos López von Vriessen, en Educación Física y Deportes. Creía en el concepto greco-romano de formación integral de los jóvenes, en cuerpo y espíritu “Mens sans in corpore sano” y nos lo transmitía constantemente, porque era de esos maestros que saben conversar con sus discípulos. Nos fortaleció en valores como el “Fair play” y la sana competencia que consiste no tanto en vencer a los demás, sino que en competir contra uno mismo. Además de sus estudios en Chile, obtuvo un prestigioso doctorado en Alemania en Ciencias de la Educación y los Deportes y realizó valiosas investigaciones sobre deportes de las poblaciones aborígenes de Chile y Latinoamérica. Era hermano de una de las sopranos más destacadas de Chile, Nora López von Vriessen, que en esos años triunfaba en los grandes teatros de Italia, Alemania y en el MET de Nueva York, lo que lo acercó a mi padre, que era un amante de la ópera.
El profesor al que llegué a admirar con mayor intensidad fue don Luis Young Reyes, quien nos enseñó francés en los últimos años de secundaria. Don Luis era un apasionado francófilo, amaba la historia y la cultura francesa, sentimiento enriquecido por su feliz matrimonio con una distinguida dama francesa, Madame Debeuf. Sin embargo, su profesión no era de profesor, sino de abogado penalista, uno de los mejores de Valparaíso y catedrático de Derecho Penal de la Universidad Católica. Los penalistas son generalmente los que más dinero ganan en su profesión, debido a que las personas afectadas por causas criminales están dispuestas a pagar “lo que sea” con tal de salir bien librados. Curiosamente don Luis era un abogado pobre, ya que siempre prefería tener como clientes a personas pobres, carentes de recursos para contratar abogados. Se mantuvo así toda su vida dando un ejemplo de caridad cristiana muy poco frecuente en el mundo de los Tribunales de Justicia. En el sexto De Humanidades, nos hizo leer una obra de Gustave Flaubert, “La légende de Saint Julien hospitalier”, que relata una historia muy trágica de un cruel caballero feudal, que por error y cegado por su rabia y celos asesina sus padres, lo que lo lleva a la desesperación, al arrepentimiento y a purgar su culpa cumpliendo un extenuante trabajo, hasta que en el momento de su muerte Dios lo perdona. Recordando esa obra, me parece que don Luis veía en cada ser humano, aún en los que habían caído en atroces crímenes, personas que podían arrepentirse, cumplir su castigo y ser perdonados.
La música y el canto estuvieron siempre presentes en todos esos años. Muchos sacerdotes eran músicos, compositores, tenían habilidades con diversos instrumentos, cantaban con buenas y potentes voces. El padre Jerónimo cada vez que podía interpretaba música gregoriana en el gran órgano de la Iglesia y dirigía el Coro de alumnos. Hasta que me llego el cambio de voz, forme parte del coro como soprano y en un par de ocasiones, Jerónimo me hizo cantar como solista. En los últimos años el colegio, contrató como profesor a un afamado director de Orquesta y Coro, don Silvio Olate, quien llevó al coro del colegio a un notable nivel de calidad.
La broma que casi fue un suicidio
Cuando cursaba el tercer año de secundaria, sufrí un grave accidente, que pudo costarme la vida, pero que a la larga me resultó muy conveniente. Yo y mis hermanos menores compartíamos un dormitorio con dos camas y un camarote de dos niveles. Una mañana, antes del desayuno, cuando empezábamos a vestirnos pretendí hacerle una broma, obviamente de mal gusto, a mi hermana, poniendo mi cabeza entre un barrote y una corbata amarrada, simulando un ahorcamiento. Debo haberme resbalado, porque no recuerdo nada después de eso, y quedé efectivamente colgado y sin conocimiento por la fuerza del golpe en mi cuello. Mi hermana que solo tenía 9 años reaccionó rápidamente y se fue al dormitorio de mis padres avisándoles que yo estaba colgado y con la lengua afuera. Cuando me descolgaron yo ya no respiraba ni reaccionaba. Por dicha, en el segundo piso del edificio en que vivíamos, residía un médico que aún no salía hacia el hospital donde trabajaba, quien rápidamente llego a nuestro hogar dándome, aún a tiempo, el procedimiento de reanimación cardio pulmonar-RCP.
Al despertar, varias horas después, supe que mis padres habían avisado al Colegio y que los padres Roberto Codina, que era el padre ministro, y Juan Enrique Walker, habían llegado a nuestra casa y, aunque yo ya estaba reanimado y durmiendo, me habían puesto la extrema unción, por si acaso. Del accidente me quedó por algún tiempo un fuerte dolor en el cuello y una marca, que escondí mientras la tuve, con una bufanda. Lo que no pude impedir fue la gran preocupación de mi papá, que era una persona extremadamente protectora de su familia y que no me creyó mi explicación de la broma y accidente y que pensó que yo podía tener tendencias suicidas. Esa preocupación lo hizo acercarse mucho al colegio a compartir su preocupación con los padres Roberto y Juan Enrique especialmente, lo que generó una especie de burbuja protectora alrededor mío, muy discretamente manejada para que yo no me diera cuenta de ello. En el colegio los curas me involucraban en más actividades, me motivaban de varias maneras, en la casa mi papá, que anteriormente era muy exigente con mi rendimiento académico, dejó de serlo y me permitió asistir a actividades deportivas, religiosas o excursiones a las que antes generalmente no autorizaba.
Varios años después supe que su espíritu protector se extendía incluso a las calles y lugares públicos de Valparaíso, ya que él era profesor de los Carabineros de la ciudad. En más de una ocasión, yo quedaba muy sorprendido por las preguntas que me hacía, como por ejemplo “¿qué estabas haciendo ayer en la entrada de Teatro Victoria a las 5:15 de la tarde?”. Yo le respondía que estaba mirando la cartelera de fotos de las películas o comprando un confite en la chocolatería del Teatro, ya que era parte del camino diario del colegio a la casa, pero siempre me quedaba la impresión de que mi papa tenía una visión de águila para verme sin que yo me diera cuenta. La explicación era que los Carabineros que patrullaban la ciudad me conocían como “el hijo del profesor” y cada vez que me veían lo anotaban en sus bitácoras y cuando llegaban a lecciones le informaban a mi padre. Fue así como un accidente me convirtió en el adolescente más protegido de la ciudad, sin que me diera cuenta.
La Misión en Chiloé del año 1957
Chiloé era la región más pobre y olvidada de Chile, en todos los aspectos, durante de década de los 50. “Juaneque” organizó un movimiento para enviar Misiones de los SS.CC a la isla grande de Chiloé, integradas por alumnos y sacerdotes de todos los Colegios de la Congregación. A mí me tocó ser parte de uno de esos grupos de misioneros, en diciembre del año 1957, teniendo como compañeros a Gonzalo Duarte García de Cortázar, Carlos Cáceres Contreras, Gabriel Jaraquemada y Raúl Viñuela Macuer, bajo la dirección del Padre Cristóbal Moreno SS.CC. Yo tenía 16 años de edad y esa Misión fue mi primera experiencia de vida fuera del ámbito familiar, además de representar un cúmulo de experiencias fascinantes. La misión se inició con un encuentro preparatorio a orillas del Lago Llanquihue, con un campamento en un terreno agrícola ubicado actualmente en la ciudad de Frutillar. Luego, cruzamos el Canal de Chacao en un velero de dos mástiles llegando a una localidad de la isla llamada Quenchi. Desde allí, nos trasladaron en un bote pequeño, de una vela, hasta la bahía de Linao. Cuando estábamos a mitad de travesía, hubo una tormenta veraniega de lluvia intensa y viento huracanado, que hizo perder el control de la embarcación al piloto que la conducía, con la vela a punto de romperse o de quebrar el mástil y de volcarla. Por suerte, el piloto, que era avezado, al ver el peligro, sacó un gran cuchillo con el que rasgó el velamen, reduciendo así la fuerza del impacto de los vientos. Creó que todos pensamos que íbamos a concluir allí nuestras vidas en las heladas aguas del sur de Chile, aunque pasado el susto solo se convirtió en un recuerdo emocionante.
Al llegar a Linao, pernoctamos, y en la mañana siguiente seguimos hasta un pequeño poblado, que era nuestro destino final. Nos llamó la atención y nos desilusionó ver que casi no había población. Solo se veían unas pocas casas muy dispersas y una hermosa iglesia de madera en un islote, que cuando bajaba la marea se convertía en península a la que se podía llegar caminando. Guardando las debidas proporciones de monumentalidad, era como una reproducción en miniatura de la Abadía de Saint Michelle en Francia. Sin embargo, al día siguiente, empezaron a llegar grandes cantidades de personas y familias enteras que surgían de los bosques que rodeaban la bahía, o que llegaban en botes bordeando la costa. Eran centenares de familias que querían celebrar sus matrimonios, una cantidad mucho mayor de bautizos de niños y jóvenes, algunas primeras comuniones, además de una agotadora cantidad de confesiones que solo podía impartir el padre Cristóbal.
El grupo de estudiantes misioneros asumimos la labor de organizar esa multitud, preparando los documentos y ayudando en las misas y ceremonias. Aunque estábamos muy felices de tener tanto trabajo, tuvimos una enorme y triste sorpresa cuando supimos que en esa localidad había desde muchos años un sacerdote, que era profundamente repudiado por la comunidad. El cura vivía “amancebado” con una señora de costumbres muy “livianas”, que era la dueña del único bar de la bahía. La explicación de esa situación era que en esos años a los curas que caían en graves irregularidades, en lugar de expulsarlos de la Iglesia, o ponerlos en manos de la justicia, los enviaban “desterrados” a Chiloé. Por eso, las familias católicas se negaban a tener algún tipo de relación con ellos. Para el grupo de misioneros, que solo habíamos conocido a sacerdotes ejemplares, saber de este lado oscuro de la iglesia católica chilena fue una experiencia muy chocante.
Yo era bastante tímido y padecía del llamado “pánico escénico”, por lo que Cristóbal me ayudo a superarlo al ponerme a explicar un texto bíblico ante los feligreses chilotes, que seguramente no entendieron mucho debido a mi nerviosismo.
Al regresar al continente, a bordo del velero y en una noche muy despejada, vimos, o creímos ver, el satélite artificial, el famoso “Sputnik 1”, lo que nos quitó el entusiasmo que traíamos, ya que en esos años de intensa Guerra Fría, la Unión Soviética era vista por nosotros como un lugar enemigo y anticristiano.
La beca que pudo cambiar mi destino y el fallecimiento de mi padre
En el año 1958, yo cursaba el quinto año de secundaria, el penúltimo en el sistema educativo chileno y, en paralelo, llevaba cursos de inglés en el Instituto chileno-norteamericano de cultura de Valparaíso. Ese año culminé el nivel intermedio de inglés con buenos resultados, lo que provocó que me invitaran a participar en un concurso de becas que incluían vivir en Estados Unidos con una familia norteamericana, hacer un año de estudios del nivel “senior” para obtener el grado de Diploma “High School”, que equivalía a la enseñanza media de Chile. El programa de la beca estaba previsto iniciarse en el segundo semestre de 1959, para terminar a inicios de 1961.
Cuando me comunicaron que había sido elegido para la beca, mi impresión fue más de sorpresa que de alegría, ya que no abrigaba ninguna esperanza y había muchos compañeros, en mi opinión, mejores que yo. Como el sistema educativo chileno no tenía convenio de reconocimiento con el de Norteamérica, el ganar la beca significaba que al regresar a Chile había que cursar nuevamente uno o dos años de secundaria y postergar por un año el eventual ingreso a la Universidad. No obstante, mi mayor problema era que mis padres no sabían nada, ya que jamás les conté que estaba concursando, y no era porque quería ocultarlo, sino simplemente que no le di la importancia y me había olvidado. Aun así, debido a las felicitaciones que me dieron mis profesores y condiscípulos de inglés, llegue a mi casa muy feliz y orgulloso a contarles la buena nueva a mis padres. La reacción de ellos fue completamente inesperada, ni de alegría por mi “gran logro”, ni de enojo por haberles ocultado algo tan importante, sino de una gran tristeza en sus rostros y un silencio seguido de preguntas referidas a si había pensado bien en todas las consecuencias. De todas las preguntas, las que más angustia reflejaban eran las referidas a la separación de la familia por tanto tiempo. Me sentí muy mal por haberle provocado ese dolor a mis padres, y tomé de inmediato la decisión de renunciar a la beca, aunque no se los dije en ese momento, porque no sabía cómo hacerlo. Al día siguiente, apenas salí del colegio me dirigí al Instituto para comunicar mi renuncia. Nadie entendía mi decisión ya que en esos años esas becas eran muy disputadas, por considerarse una puerta ancha al “sueño americano”. Obviamente, el más feliz y agradecido fue mi condiscípulo que recibió finalmente la beca, gracias a mi renuncia.
Sin embargo, esta decisión fue providencial, porque pude acompañar a mi padre hasta su fallecimiento inesperado y prematuro en el año 1960 y a mi madre en los dolorosos momentos del inicio de su longeva viudez.
La Guerra de Indochina y la división política de los católicos en Chile
Durante la década de los años 50, ocurrieron algunos hechos externos que afectaron a la congregación de los SS.CC y a sus exalumnos. Uno de ellos fue el impacto de la guerra de Indochina (1946-1954), la “Indochina francesa” como la llamábamos en los textos de historia y mapas geográficos. El territorio de Indochina francesa corresponde a los actuales países de Vietnam, Laos y Camboya.
Apenas concluyó la Guerra Mundial, se inició una larga y muy intensa guerra de independencia de esos países respecto del imperio colonial francés. Los sucesivos gobiernos de Francia, al revés de los de Inglaterra, que rápidamente liberaron la India, se empeñaron infructuosamente en mantener su dominio por medio de la fuerza. Ese intento concluyó dramáticamente el 7 de mayo de 1954 con la rendición del ejército francés, luego de la derrota final en la batalla de Dien Bien Phu.
Ese día, Francia perdió la joya de su imperio colonial, y la congregación de los SS.CC perdió su presencia en el mayor territorio asiático en el que habían realizado durante casi un siglo sus misiones y labores educativas, después de Hispanoamérica.
Debido a la gran diferencia de horario, la noticia de la rendición de Dien Bien Phu no llegó de inmediato a Valparaíso, pero la recibimos al escuchar las campanas de la Iglesia sonar con llamada de funeral. Al ver a los sacerdotes franceses y chilenos saliendo a los pasillos abrazándose con tristeza, varios de ellos llorando, yo que tan solo tenía 12 años de edad, pero que ya era muy francófilo y apegado a los curas, también lloré con ellos.
En los años siguientes, Francia perdió sus otras colonias, siendo la más importante Argelia en los años 60, lo que redujo más el campo misional de la congregación. Al mismo tiempo, se hizo evidente que en la Europa de la post guerra y en Latinoamérica, había una enorme pobreza material y espiritual y que no era necesario pensar en remotos lugares del mundo para realizar una fructífera labor misionera.
El otro hecho externo fue la división de los católicos chilenos en materia política. Durante el siglo XIX y hasta los años 30 del siglo XX, la expresión política de los católicos chilenos era el Partido Conservador, cuyas figuras históricas más representativas eran casi en su totalidad ex alumnos de los SS.CC. Era un partido confesional, fundado por don Abdón Cifuentes, el mismo fundador de la Universidad Católica de Santiago, para defender al catolicismo respecto del liberalismo. Sin embargo, desde inicios del siglo XX, se dio un acercamiento ideológico entre conservadores y liberales. Los liberales suavizaron su anticlericalismo y los conservadores empezaron a ver con simpatías al “liberalismo económico”. Esto provocó diferencias entre católicos pro-liberalismo económico y católicos que se alineaban más con ideas social cristianas extraídas de las Encíclicas “Rerum Novarum” del Papa León XIII y la “Cuadragésimo Año” de Pío XI. En la década de los 30, un grupo de jóvenes conservadores, patrocinados por el patriarca del conservadurismo, Rafael Luis Gumucio Vergara, fundaron un nuevo partido, la Falange Nacional, de ideología claramente social cristiana. En esos mismos años, regresó a Chile, desde Lovaina, un joven sacerdote jesuita, Alberto Hurtado Cruchaga, con un mensaje muy potente de denuncia de las injusticias sociales, plasmadas en el año 1941 en su libro: “¿Es Chile un país católico?”. Ese libro generó una intensa y larga polémica entre los obispos y sacerdotes chilenos, divididos entre el social cristianismo del Padre Hurtado y la visión conservadora tradicionalista representada por obispos importantes como Alfredo Cifuentes, Alfredo Silva Santiago y Augusto Salinas SS.CC.. El enfrentamiento culminó cuando el Obispo Salinas obligó al padre Hurtado a renunciar a la asesoría del movimiento de la Acción Católica Juvenil. El padre Hurtado obedeció lo dispuesto por el Obispo y dedicó su vida en adelante y hasta su fallecimiento, en el año 1952, a organizar a los trabajadores en Sindicatos y a su magna obra caritativa el “Hogar de Cristo”, camino que lo llevó a ser el primer santo de Chile.
En los años 50, hubo nuevos hechos que profundizaron esta división ideológica entre los católicos. En la Francia de la postguerra, había grandes sectores de población en extrema pobreza, ante lo cual un sacerdote de gran sensibilidad y empuje, el Abate Pierre, creó un movimiento de ayuda a los pobres llamado “Los traperos de Emaús”. El testimonio de vida del abate inspiró a muchos sacerdotes y católicos a lo que se llamó la “opción por los pobres”, especialmente en la congregación de los SS.CC, debido a sus lazos fundacionales con Francia. Varios dejaron la labor docente, como los padres Esteban Gumucio Vives (5) SS.CC (1914-2001), Juan Enrique Walker Concha, los hermanos Jean Paul y André Gerard Schlosser Mittelhauser, para dedicarse al servicio de parroquias en poblaciones en las que había pobreza extrema.
En el caso del padre Esteban Gumucio, que era el director del Seminario de Novicios de Los Perales, reconocido como destacado teólogo y de un gran misticismo, era también poeta y músico. Para él, una de las razones de la pérdida de fieles en el catolicismo eran los vetustos rituales en latín que provenían de la Edad Media europea y que el pueblo no entendía. Por ello, se dedicó a componer música y cantos religiosos, con ritmos y melodías folclóricas y con letras extraídas o inspiradas en los evangelios. Sus alumnos novicios, entre los que había excelentes compositores, cantantes y músicos, como Fernando Ugarte y Andrés Opazo, formaron el conjunto folclórico-religioso Los Perales, que empezó a difundir esta nueva música.
La acogida fue entusiasta, sobre todo en las parroquias campesinas, y rápidamente se popularizó en todo el país como acompañamiento en las misas y ceremonias, en sustitución de los cantos en latín. Posteriormente, desde el Concilio Vaticano segundo, que permitió dejar de usar el latín en los ritos, la música y cantos de Los Perales se difundió en toda América Latina, enriquecida por nuevos compositores que siguieron su ejemplo. Algunos años después, al dedicarme al turismo como actividad profesional, tuve la oportunidad de viajar por muchos países y siempre me asombró escuchar en sus iglesias las canciones del padre Esteban y sus discípulos, especialmente la del “Peregrino de Emaús”. (6)
En el sector católico conservador, destacaban en la congregación, los padres Florencio Infante, el Obispo Augusto Salinas, y principalmente, el padre Osvaldo Lira Pérez SS.CC (1904-1996). Este último, es considerado el ideólogo de lo que podría llamarse la extrema derecha del catolicismo chileno. No fue profesor de mi generación, pero vivía en el Colegio, y daba lecciones de filosofía en las universidades Católica de Valparaíso y en la de Santiago, así como en la Escuela Naval. Tenía una personalidad muy polémica, incluso respecto de sus Superiores de la congregación, que culminó con la decisión de enviarlo a España, por la afinidad de amistad y pensamiento, que tenía con figuras importantes del régimen franquista.
De España regresó con sus convicciones mucho más acentuadas. Consideraba que los males de Latinoamérica y de Chile se originaban en las ideas liberales de la independencia que inspiraban esos procesos. El liberalismo, la democracia, la soberanía popular como origen del poder político, la separación de los tres poderes fundamentales, le parecían anticristianas. Su ideal de gobernante lo encarnaba el Rey Felipe segundo de España (1527-1598), es decir, una monarquía absoluta, en la que el soberano solo respondía ante Dios y ejercía las funciones ejecutivas, legislativas y judiciales como única y máxima autoridad.
Esa filosofía política, que sonaba muy extraña y más propia de la edad media que de la época contemporánea, tuvo fuerte influencia en círculos pequeños en tamaño, pero de mucho poder político y militar de alto rango, como Augusto Pinochet, el almirante José Toribio Merino, que fueron las cabezas del golpe militar del año 1973 y de la dictadura posterior, que veían en el padre Lira a su mentor ideológico. Igualmente, ocurrió con el líder laico de la dictadura Jaime Guzmán Errazuriz, quien también se inspiraba en su pensamiento autocrático.
El espíritu polémico de Osvaldo Lira, también, se ejerció en temas estrictamente religiosos. Cuando el Obispo francés, de la ciudad de Lille, Marcel Lefebvre, se declaró en rebeldía contra el Concilio Vaticano y los Papas Juan XXIII, Paulo VI y más adelante Juan Pablo II, el padre Lira adhirió a sus posturas ritualistas tradicionalistas. Cuando monseñor Lefebvre fue excomulgado, junto a sus principales colaboradores, la congregación en Chile protegió al padre Lira, demostrando respeto por su pensamiento, a pesar de que la mayoría de sus miembros no lo compartían.
Una anécdota de los años 50, refleja el poder de influenciar de este sacerdote. En una lección en la Escuela Naval, se excedió en elocuencia en contra del ideólogo del liberalismo chileno en el Siglo XIX, Francisco Bilbao, cuya estatua se encontraba en una plazoleta al pie del cerro donde estaba el plantel educativo. Los cadetes quedaron muy motivados y esa noche bajaron a la plazoleta con la intención de derrumbar de su pedestal al prócer liberal. Lamentablemente para ellos, la estatua estaba construida en acero y cemento de mucha calidad, lo que los hizo fracasar en su fervoroso empeño. Años después, la estatua fue trasladada a otro lugar de la ciudad más lejano de la Escuela Naval.
Aunque yo tampoco compartía sus ideas, admiraba su elocuencia y espíritu polémico, y me gustaba acercarme para escucharlo en los círculos que lo rodeaban con frecuencia, de exalumnos muy versados en temas filosóficos o políticos, como los hermanos Oscar y Roberto Godoy Arcaya, Germán Lührs Antoncich, Rodrigo González Torres y el gran cineasta Raúl Ruiz Pino, quien a pesar de su juventud era un prodigio en materia cultural y le apasionaba polemizar con el cura Osvaldo.
La hora del adiós y el segundo adiós
Al finalizar el año 1959, llegó el momento de nuestra despedida del colegio, durante la ceremonia anual del fin del año escolar, a la que se le llamaba “Revista final” o también “Revista de Gimnasia”. Era un evento muy solemne y emotivo precedido de un desfile estilo militar, con la banda de guerra formada por alumnos y una banda orquestal aportada por la infantería de marina que interpretaba el himno francés de batalla “Le régiment de Sambre et Meuse” que también cantábamos.
Se entregaban los premios a los alumnos más destacados en las distintas disciplinas y un objeto de recuerdo a los que abandonábamos la institución, ese año una imagen de la virgen María, que conservó, aunque deteriorada por el paso del tiempo. Ese año yo fui designado jefe de la sección de trompetas de la banda de guerra. Al terminar, cantamos el himno del colegio y la canción del adiós en su versión francesa:
Les bons amis du temps passé
Ce n’est qu’un au revoir
Vivront dans notre coeur
Jamais ne seront oubliés
Les amis du temps passé
Posteriormente, en la noche, hubo una fiesta de celebración en una hermosa casa de estilo tradicional porteño de la familia de nuestro condiscípulo Francisco Gomes Nomaglio. En la década siguiente de los años 60, los padres y las monjas francesas de Valparaíso se fusionaron pasando a ser un colegio mixto.
48 años después de nuestro egreso, en el año 2007, mis antiguos condiscípulos me informaron que nuestro querido colegio iba a cerrar sus puertas definitivamente y que se estaba organizando un encuentro de despedida, por parte de todos los exalumnos que pudieran llegar. Fue una noticia devastadora, por los recuerdos y afectos que conservaba muy vivos en mi memoria. Viaje desde Costa Rica a Valparaíso a esa segunda ceremonia de despedida, y al llegar supe que más de dos mil exalumnos respondieron a la llamada, algunos igual que yo viajando desde otros países. Había exalumnos de muchas generaciones, ancianos egresados de los años 30, que bordeaban los 100 años de edad, las generaciones cercanas a la mía que nos ubicábamos entre los 60 y los 70 años de edad y muchos más de las generaciones más recientes. Cantamos nuevamente el himno del colegio, la canción del adiós y desfilamos como físicamente pudimos a los sones de “Le régiment de Sambre et Meuse”. (7)
Son varias las razones por las que un colegio tan emblemático dejó de existir. Una de ellas tiene que ver con el cambio de modelo educativo que se produjo en Chile durante la dictadura militar. Anteriormente, la educación era considerada un bien social que se ofrecía por medio del sistema de educación pública, laica, democrática y gratuita y por parte del sistema privado que era pagado, pero sin finalidad de lucro. Los establecimientos privados eran dirigidos por órdenes religiosas, que no los administraban como negocio, sino que con la finalidad de promover su fe religiosa. También, había colegios privados controlados por comunidades de inmigrantes que buscaban preservar su herencia cultural, idioma y tradiciones como los colegios alemanes, israelitas, ingleses, la Escuela Italiana de Valparaíso o las Alianzas francesas, entre otras. El modelo de la dictadura fue un cambio drástico ya que convirtió la educación en un producto más del mercado económico, en el que los establecimientos educativos se manejan como empresas en las que la rentabilidad es el principal objetivo. La congregación de los SS.CC no se adaptó, o más categóricamente, no quiso adaptarse a ese modelo mercantilista de la educación, que les parecía a sus sacerdotes contrario a sus valores histórico-fundacionales. De hecho, la mayoría de sus sacerdotes abandonaron las labores docentes, dejándolas en manos de corporaciones de laicos y padres de familia.
Por otra parte, el mismo modelo económico de la dictadura, provocó una gran concentración del poder económico-empresarial en Santiago y la región metropolitana del país, en detrimento de las regiones. Cuando visité Chile en 1990, después de muchos años de ausencia, me llamó la atención dolorosamente ver que las grandes empresas de Valparaíso habían trasladado a Santiago sus casas matrices u oficinas gerenciales, e incluso sus grandes plantas de producción, como Carozzi, Costa, Hückel, el Banco Edwards y hasta las compañías navieras y portuarias, otrora porteñas, se habían convertido en santiaguinas. Esta asfixiante centralización capitalina empobreció a ciudades como Valparaíso y Viña del Mar, cuyas familias más pudientes emigraron hacia Santiago, donde matricularon a sus hijos en colegios privados, muy elitistas y enfocados en una filosofía que solo mide el éxito en la vida en función del dinero que se podía ganar.
El colegio San Damián de Molokai de los SS.CC de Valparaíso (8)
A pesar del triste final, o al menos nostálgico recuerdo del colegio, esta historia tiene un final esperanzador y feliz. La humilde escuela gratuita creada por los padres fundadores en el año 1837, en paralelo al colegio, siguió creciendo en importancia y valor educativo y espiritual, sin desviarse de su misión inicial de brindar una educación gratuita y de calidad a los sectores más vulnerables de la ciudad.
En el año 1907, por iniciativa del padre Mateo Crawley, la congregación constituyó una corporación formada por sacerdotes y laicos, para darle mayor apoyo al “Patronato de los SS.CC”. En el año 1954, el Patronato de los SS.CC fue reconocido como entidad educativa colaboradora de la función educativa del Estado. Posteriormente, en 1975, por iniciativa del Padre Gregorio Sánchez Ugarte, los SS.CC se traspasó a la “Corporación de Educación Popular Molokai”. Finalmente, desde el año 2013, funciona como “Colegio San Demian de Veuster de Valparaíso”, ocupando el antiguo edificio del colegio de los SS.CC de la Avenida Colon 2048, al que llamábamos el “patio chico” en nuestros años de enseñanza básica. Ese edificio fue remodelado y modernizado por la congregación para brindar un ambiente de calidad a sus alumnos y maestros en esta nueva etapa. Con el nombre del santo patrono de los leprosos, el Colegio San Damián de Veuster de Valparaíso y la congregación de los SS.CC, se mantienen intactos en su misión que los llevó desde Francia a Valparaíso en 1834 con sus valores de solidaridad y amor al prójimo que inspiraron al misionero de Molokai.
Epílogo
La congregación y el Colegio de los SS.CC de Valparaíso marcaron muy fuertemente mi formación como ser humano. Aunque actualmente me defino como un auténtico libre pensador, los valores fundamentales que recibí de mis maestros sacerdotes y laicos son los que me han orientado en toda mi vida, unidos a los que recibí de mi padre y madre en el hogar. A lo largo de los años, siempre he tenido notables oportunidades de reencontrarme con ellos, como el episodio que incluí en este relato referido a mi visita a Bruselas. Durante mi exilio en Costa Rica, compartí varios años con cuatro sacerdotes de la congregación, que habían dejado el estado sacerdotal y habían formado felices familias con esposas e hijos, entre ellos un ex Superior General en Chile. Todos ellos, manteniendo intacta su fe religiosa, aunque desde la perspectiva de laicos católicos.
Igualmente, conocí otros exsacerdotes chilenos diocesanos o de otras congregaciones, con historias similares, que encontraron en Costa Rica, el lugar adecuado para reiniciar sus vidas, entre ellos uno que lo logró en la Iglesia Unida de Canadá, derivada del anglicanismo, que tiene características rituales parecidas a las del catolicismo, pero con diferencias importantes, como el que permiten el matrimonio de sus sacerdotes-pastores y que, también, permite que el sacerdocio sea ejercido por mujeres.
Asimismo, debo dejar constancia de no haber observado ni sabido de hechos aberrantes dentro de la congregación, como los casos de pedofilia y abusos sexuales, que se han denunciado en otros ámbitos de la Iglesia chilena en las últimas dos décadas. Sin embargo, no puedo dejar de opinar, como observador externo, que muchos de los males que afectan a la iglesia católica en la actualidad, se explican por arcaicas tradiciones, como el menosprecio y discriminación contra las mujeres, a las que no se les permite acceder al sacerdocio, ni a los obispados y mucho menos al papado. También, a la prohibición “contra natura” del matrimonio por parte de los sacerdotes. Fue una lástima que el impulso reformador del Papa Juan XXIII fuese frenado por su frágil salud y por los poderosos sectores conservadores de esa época en el Vaticano. Ojalá, el actual Papa Francisco, logre avanzar en estos temas que tanto daño han causado al mundo católico.
- L’Osservatore Romano, Edición semanal en lengua española – Año XLI, n. 42 – 16 de octubre de 2009.
- “Expedición científica al Aysén”. Boletín del Museo Nacional Tomo XIV- 1935.
- “Juan Enrique Walker SS.CC, un hombre de Dios y de los pequeños”. Memoria Provincia de Chile de la congregación de los SS.CC, 7 de junio de 2019.
- “ANDRES ANINAT PASION Y LIBERTAD”. Autor Gilda Castelleto. T. Ediciones Universitarias de Valparaíso-Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. 2012.
- Esteban Gumucio Vives SS.CC (https://es.wikipedia.org/wiki/Esteban_Gumucio_Vives)
- “El Peregrino de Emaús”. Música de Conjunto Los Perales.
- Revista Final exalumnos SS.CC de Valparaíso. 2000 exalumnos cantan el himno.
- Colegio San Damián de Molokai. SS.CC Valparaíso – ¿Quiénes somos?.
Juan Ernesto Schneider
Fascinantes y maravillosos relatos, Recuerdos inonvidables. Felicitaciones por los detalles anunciados.
CARLOS LIZAMA
Apreciado Juan Me satisface mucho que mi relato te haya gustado. Aunque son vivencias personales pienso que muchos de nosotros vivimo momentos y emociones parecidas en esos años, en nuestras familias, en nuestro querido Colegio y en nuestro inolvidable Valparaiso.
Alfredo Acuña Ahumada
Carlos felicitaciones por el completo relato vivencial como alumno de los SS.CC de Valparaíso.
Por ser de la Generacion 1960 tu información me es familiar y de alto interés
Carlos Lizama Hernandez
Estimado Alfredo Me acuerdo muy bien de ti y me alegra que te haya gustado mi articulo y que te haya interpretado en tus propios sentimientos y recuerdos.
Una Liutkus
Muchas gracias estimado Carlos por este relato rico y detallado !
Carlos Lizama Hernandez
Gracias querido Una. Me ha sorprendido muy gratamente tu felicitacion porque veo que los recuerdos de niñez y adolescencia hermanan mas, aunque haya un gran oceano de distancia.
andres schlosser
Buenas tardes, mi nombre es Andrés Schlosser, hijo de Jean Paul para sorpresa tuya, la historia de mi padre tuvo muchos giros posteriormente. Me emociona leer lo que escribes, saber como lo recuerdan sus estudiantes. Me encantaría algún día poder conversar contigo.
Saludos des Talca
Carlos Lizama
Hola Andres, yo vivo en Costa Rica desde hace 49 años, pero estos días estoy en Chile. Mi correo electrónico es doncarloslizama@gmail.com y por correo podríamos intercambiar WhatsApp.
ABRAZOS
Jose Luis Paniagua Lopez
Andrés, yo José Luis Paniagua, (ex sscc valpso. 1962 1994)vi a tu padre de infante, era lo que todo niño quiere ser, mi mejor recuerdo para su memoria. Buscándolo a él me contacte con esta página