Desde mi niñez, la ópera ha sido una buena compañera de mi vida. La conocí, inicialmente, gracias a mi padre, Carlos Lizama Poblete (1906-1960), que la disfrutaba en viejos discos de “78 revoluciones por minuto”, con un “tocadiscos” bastante primitivo, que había que manejar con muchísimo cuidado, ya que un movimiento mal ejecutado podía “rayar” el disco y dejarlo inutilizado o con ruidos molestos. A pesar de estas dificultades, cada vez que poníamos alguna de las grabaciones clásicas de Caruso, Fleta, la Galli Curci y otros grandes de la lírica, las escuchábamos con la mayor atención y casi devoción, como joyas que eran de la música.
Como vivíamos en Región, no teníamos la posibilidad de ver las presentaciones en vivo en el Teatro Municipal de Santiago, en el que esporádicamente se presentaban algunos divos extranjeros, en el ocaso de sus carreras. Lo que sí llegaba eran Compañías de Zarzuelas y Operetas españolas, algunas de gran calidad, que después de la Guerra Civil española se habían asentado en México o Buenos Aires, las dos capitales culturales de Latinoamérica en esos años. Estas compañías organizaban giras por todo el continente presentándose en ciudades capitales y provincias.
En los años 50, hubo dos grandes intérpretes chilenos muy destacados: Ramón Vinay (1911-1996), en el Metropolitan Opera House de Nueva York, donde se mantuvo varios años como primera figura y Nora López von Vriesssen (1929-) en Alemania e Italia, como diva Wagneriana y Verdiana. Vinay era casi contemporáneo con mi padre y proveniente de la misma región, lo que lo llenaba de orgullo. También, era de esa región y contemporáneo, el gran pianista Claudio Arrau. Mi padre falleció tempranamente, en el año 1960, dejándome como legado ese gusto por la ópera y el teatro lírico. Mi afición continuó creciendo gracias a la influencia también de mi primo hermano Orlando Álvarez Hernández (1935-2013). Orlando, era un abogado muy prestigioso, se le consideraba el mejor procesalista de Chile y llegó a ser juez de la Corte Suprema de Justicia, pero, pese a su notable carrera como jurista, su máxima pasión no estaba en el Derecho, sino en la ópera, pasión en la que lo acompañaban su esposa Marta Bulacio Vera Vallejo, que la traía desde su natal Argentina, y de su hermana, mi querida prima, María Teresa.
A inicios de los años 60, la ópera en Chile no pasaba por buen momento, no había presentaciones de calidad, los grandes intérpretes llegaban solo hasta el Colón de Buenos Aires y regresaban a Nueva York o a los grandes teatros europeos, sin pensar siquiera en la posibilidad de presentarse en el Municipal de Santiago.
Ante ese panorama, en el año 1964, Orlando y un pequeño grupo de amigos como Carlos Cruz Coke, y los hermanos Arturo y Eduardo Alessandri, decidieron unir esfuerzos para convertir al Teatro Municipal de Santiago en un escenario artístico de renombre mundial, competitivo en calidad con el Colón de Buenos Aires, invitando a intérpretes y directores del Metropolitan Opera House de Nueva York y de otros similares de Europa.
La idea parecía loca, por sus elevados costos y por tener que convencer a divos y divas, muy celosos de su fama, de viajar hasta un lugar desconocido en el mapa mundial de la ópera. Igualmente, porque no se sabía si en Chile iba a haber suficiente público culto y con dinero para sostener el proyecto. Mi primo inició esta titánica labor, en el año 1964, como miembro de la Comisión Asesora en Arte Lírico del Teatro. Más adelante, desde 1966, como miembro de la Corporación de Arte Lírico. A partir de 1973, como uno de los fundadores de la Sociedad Chilena de amigos de la ópera y finalmente como directivo de la Corporación Cultural de Santiago. Su labor fue siempre altruista y con un entusiasmo que motivaba a la acción y a superar las metas. Culminó su aporte con una monumental obra póstuma titulada “ÓPERA EN CHILE – Ciento ochenta y seis años de historia 1827- 2013”.
Gracias al trabajo de Orlando y sus amigos, la ópera en Chile tiene en la actualidad un elevado nivel, prestigio internacional y un público fiel que cada año espera con ansias las novedades de la cartelera que incluyen las obras más importantes y a intérpretes tanto nacionales como extranjeros de gran calidad.
Y finalmente, otro importante personaje que me hizo comprometerme más aún con el arte lírico, fue un gran amigo, al que conocí por mi trabajo en el Sector Turismo de Chile, me refiero a Luis Ángel Ovalle Carrasco (1930-2006). Mientras fui Director Nacional de Turismo entre 1970 y 1972, recibí la visita de Luis Ángel, que era el dueño de uno de los “resort-spa” más antiguos y bellos de Chile, las “Termas de Panimávida”, ubicado en la Provincia de Linares y que estaba habilitando otro llamado “La Leonera”, en un antiguo Convento ubicado en la Provincia de O’Higgins, en un cajón cordillerano. El pretendía obtener mi apoyo para celebrar en Chile un primer Congreso Nacional de Termalismo, lo que a mí me parecía una excelente idea, ya que Chile por su abundancia de volcanes, posee una enorme cantidad de aguas con propiedades terapéuticas y medicinales, aunque en la época la medicina tradicional menospreciaba esas cualidades. Mi propia abuela Teresa Grebe, que era de origen alemán, creía, por tradición familiar, en el poder de las aguas termales y gustaba ir a las termas que había en el sur de Chile, invitando a mi padre en sus vacaciones de verano.
En algún momento de la conversación, salió a relucir el tema de la ópera, posiblemente porque en algunos balnearios termales alemanes se daban conciertos de música clásica y ópera, lo que llamó más mi atención, y le conté que mi padre y mi primo Orlando éramos todos fanáticos de la ópera. A partir de ese momento, todo cambio, ya que descubrí a un fanático mucho más entusiasta y dedicado que yo mismo. De una simple reunión de negocios sobre termalismo, pasamos a un animada y larga conversación sobre ópera y de ahí surgió una amistad muy estrecha y sincera. El Congreso se realizó con gran éxito y logramos que coincidiera con el Congreso Latinoamericano de Termalismo, lo que permitió traer a empresarios y expertos de otros países, que enriquecieron los debates, sobre todo en materia médica y como parte de los procesos terapéuticos.
Mi amistad con Luis Ángel se mantuvo muy activa, siendo la ópera el motivo principal para cultivarla. Yo era socio de una radioemisora de FM, dedicada a la música culta, llamada “Radio Cristóbal Colón” en la que mantuve siempre una hora dedicada a la ópera, a pesar de que a mis socios no les entusiasmaba tanto.
En septiembre de 1972, debí dejar el cargo de Director Nacional de Turismo, en parte por razones políticas, pero, principalmente, por una enfermedad que me dejó en muy malas condiciones por varios meses. Lo más positivo para toda mi vida, de ese período de enfermedad y convalecencia, fue que conocí y me enamoré de quien más adelante sería mi adorada esposa: Marie Jeanne Oliger Salvatierra (1951-2003). Nuestro “pololeo” y noviazgo se dio en un momento muy álgido de la política y la sociedad chilena, en el que se generaron las mayores odiosidades de nuestra historia patria, incluso en el seno de las mismas familias. Sin embargo, nuestro enamoramiento era tan fuerte que vivimos esa época como si estuviéramos en una burbuja, o nube mágica, que nos protegía.
El golpe militar del 11 de septiembre de 1973, cambio la vida de millones de chilenos, incluida la nuestra. Teníamos previsto casarnos el 15 de diciembre de ese mismo año y quedarnos viviendo en Chile, pero las circunstancias eran cada vez más complicadas. Muchos amigos estaban exiliados, prisioneros, desaparecidos y algunos asesinados.
En ese contexto, se dio una noticia grave para mí, atribuida a un Coronel en retiro del ejército, de apellido Blanche, al que habían nombrado Subdirector Nacional de Turismo. En la noticia que se divulgó en un canal de televisión y un periódico, se decía, que yo había utilizado dineros de la Dirección de Turismo para comprarme un “departamento de lujo” en Viña del Mar, además de otras sandeces, como que los “Balnearios Populares” que yo había administrado se usaban para entrenar guerrilleros.
La realidad era, que el “departamento de lujo”, se trataba de una propiedad de mi madre, Carmen Hernández Grebe de Lizama (1911-2011), que lo había adquirido muchos años antes, con una herencia de su abuelo, uno de los pioneros de la producción y exportación de pisco chileno en el S. XIX. Ante esa calumnia, los presidentes de la Asociación Chilena de Hoteles, Fernando Sahli Natermann, y de la Asociación Chilena de Empresas de Turismo, Carlos Stein, salieron en mi defensa con sendas declaraciones.
A su vez, se dio una circunstancia de muy buena suerte para mí, ya que el recién nombrado Director Nacional de Turismo por la Junta Militar, el General Florián Silva Arce, me conocía muy bien y me apreciaba, porque habíamos trabajado juntos por casi un año, en la Comisión Organizadora nombrada por el presidente Salvador Allende, de la “UNCTAD lll – Tercera Conferencia Mundial de Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo”, por lo que desautorizó a su subalterno, el Coronel Blanche, y me pidió excusas formales por el infundio que se había hecho en mi contra.
Fue así, como seguimos con nuestro plan de matrimonio para la fecha que teníamos prevista. A pesar de la relativa tranquilidad que nos daba la actitud del General Silva Arce, había mucho temor en nuestras familias y entre los amigos. De hecho, uno de ellos, Patricio Balmaceda Ureta, llevó al Embajador de República Dominicana hasta la puerta de la Iglesia, en la que estábamos casándonos, para sacarnos y asilarnos rápidamente, si hubiera sido necesario.
La celebración fue muy sencilla, en la casa de mi cuñado Juan Oliger y los regalos no fueron muchos por las circunstancias de la ceremonia. Uno de los mejores, fue el de mi amigo operático, Luis Ángel Ovalle, quien nos obsequió el viaje de “Luna de Miel” a sus Hoteles “La Leonera” y las “Termas de Panimávida”. ¡Un súper regalo!
Al llegar a las Termas, nos estaba esperando Luis Ángel y personalmente nos llevó hacia la “Suite O’Higgins”. Inmediatamente, con mucha felicidad, nos dijo que nos tenía una gran sorpresa, que consistía en un Recital de Ópera, que esa noche iba a brindar en el Teatro del Hotel la gran Soprano Nora López Von Vriessen. La alegría de la noticia nos duró poco, porque a continuación nos dijo que tenía como invitados al recital a todas las Autoridades de la Región, todos Generales y militares en servicio activo, y nada menos que al nuevo Subdirector Nacional de Turismo, el Coronel Blanche, el mismo que solo meses antes me había dañado tan gravemente. La sensación no pudo ser peor, no solo la Luna de Miel se nos estaba arruinando, sino también que podíamos estar en un ambiente potencialmente hostil, aunque, por supuesto, no le dijimos nada a nuestro gentil anfitrión.
Una vez en la habitación, analizamos todas las opciones, desde irnos del hotel alegando algún pretexto inventado, no asistir al recital justificándolo en una repentina enfermedad de mi esposa, o asistir, pero tratando de pasar lo más desapercibidos posibles, que fue la que decidimos al final. Sin embargo, lo de “desapercibidos” no fue posible. Luis Ángel, con su personalidad entusiasta y exuberante, como es normal en el Sector Turismo, luego de presentar a la gran Soprano, me presentó a mi llenándome de elogios y parabienes por mi boda y a continuación, lo hizo con los demás invitados.
Curiosamente, nuestros temores resultaron completamente infundados. Los militares asistentes estaban demasiado impresionados y agradecidos por la invitación de Luis Ángel, que en esa época era uno de los empresarios turísticos más prestigiosos del país. Después del recital, tuve la oportunidad de conversar un buen rato con la Diva, que era hermana de uno de mis más queridos profesores de mis años escolares en los Padres Franceses de Valparaíso.
La comida y los licores eran de muy buena calidad y abundantes, sin riesgo de ocurrir lo de las “bodas de Caná”. El ambiente se había hecho muy relajado. Entre tanta gente, me pareció que el coronel Blanche estaba un poco aislado, y espontáneamente decidí enfrentarlo para aclarar qué problemas tenía conmigo. Para abrir la conversación, le pregunté si era familiar del General Bartolomé Blanche (1879-1970), un político-militar chileno, muy brillante y algo controvertido, que en los años 30 había tenido una presencia relevante, llegando incluso a la Presidencia de la República en una breve transición. ¡Su respuesta fue sorprendente! Me dijo que sí, y que por culpa de su padre, él no había podido llegar a ser general también. Ante tal respuesta, no me quedó otra alternativa que seguir con el mismo tema, lo que me permitió descubrir a un ser humano con una fuerte dosis de frustración, que necesitaba decírselo a alguien, y yo, sin pretenderlo, en esa noche de copas, me había convertido en el confidente que necesitaba. Mi esposa, que no me conocía en esta faceta de escuchar y generar confianza, no podía creer lo que estaba presenciando. Finalmente, la fiesta continuó, muy animada, y como en la canción de Sabina: “…y nos dieron las dos y las tres…” hasta que cada cual partió por su lado y pudimos continuar nuestra Luna de Miel en la nube de amor en la que nos habíamos refugiado.
Son muchas las enseñanzas que me dejó esta experiencia. La principal es que el amor es lo más importante en la vida. Como decía un gran político chileno, don Arturo Alessandri Palma, en los años 20: “El odio nada engendra, solo el amor es fecundo”. Otra es que cuando se tiene una diferencia con otra persona, por fuerte que sea, es mejor ventilarla directamente, aunque pueda haber un riesgo. También, es interesante comprobar, que en muchos casos, padres muy brillantes y exitosos, no saben transmitir bien su experiencia a los hijos, y, en lugar de estimular una sana relación, provocan frustraciones en ellos. Aunque sea obvio decirlo, es bueno saber escuchar al prójimo. Finalmente, que el tener afición por la ópera o por el arte, en general, nos proporciona felicidad espiritual, nos hace mejores seres humanos y nos proporciona amigos sinceros para siempre.
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