“Volver / con la frente marchita / las nieves del tiempo / platearon mi sien”, cantó Carlos Gardel en uno de los tangos más hermosos de su repertorio. Justamente, hoy, como en la canción, siento que 40 años no es nada pues este pasado marzo cumplí 40 años desde que con mi esposa llegamos a Costa Rica. Veníamos como exiliados por el Golpe Militar ocurrido en Chile un año antes, con el corazón y la mente lleno de sentimientos encontrados. Por una parte, temores derivados del trauma político sufrido y, por otra, con inquietudes por enfrentarnos a una nueva vida en un país del que conocíamos muy poco. Antes de salir de nuestra Patria, habíamos valorado la posibilidad de irnos a España, donde me ofrecían un trabajo en el Instituto Español de Estudios Turísticos, pero al final prevaleció la opción de Costa Rica.
En esos años, nuestro continente fue escenario de la inestabilidad política, golpes militares y dictaduras atroces, tanto en Sudamérica como en Centroamérica. En ese contexto, Costa Rica era como un rayo de luz aislado en la noche más oscura. Un oasis en medio de un desierto cruel, con su ejemplar democracia y su excepcional situación de ser el único país de América que no tenía fuerzas armadas. Por ello, en esa época, llegaron miles de emigrantes, exiliados y asilados de todos los rincones del continente. Mucha gente muy valiosa cuyas vidas peligraban en sus patrias pudieron encontrar en Costa Rica una Arcadia en la que se respetaban los derechos humanos, donde se podía vivir en paz y opinar libremente y donde nadie era perseguido, torturado, encarcelado o asesinado solo por tener ideas políticas diferentes.
A partir de esos años, Costa Rica dejó de ser desconocida en América Latina y se convirtió en la Atenas del continente a los ojos de millones de suramericanos y centroamericanos. La frase expresada por el presidente uruguayo Julio María Sanguinetti en 1989 en una Cumbre de Presidentes de América: «…donde hay un costarricense, esté donde esté, hay libertad», reflejaba claramente la admiración hacia una nación que fue generosa y hospitalaria con miles de hermanos latinoamericanos.
Por ello, tanto mi esposa como yo, así como muchos otros en una situación similar a la nuestra, nos enamoramos del país y de su gente. Este sentimiento lo transmitimos en las cartas y en las llamadas a nuestros parientes y amigos, en las que les describimos la experiencia que estábamos viviendo. Si esas miles de cartas, posiblemente centenares de miles, se recopilaran, serían un muy interesante tema de investigación histórico social del que podrían sacarse conclusiones, como por ejemplo, de que manera esas historias epistolares influyeron en los procesos de retorno a la democracia que se dieron dos décadas después en los diferentes países del continente.
La mayor parte de ese exilio regresó a sus lugares de origen después de ese tiempo, cuando la paz y la democracia fueron nuevamente un hecho político y social mayoritario en el continente. Los que retornaron son hoy día, ellos y sus descendientes, los propagandistas más entusiastas de Costa Rica y los mejores aliados estratégicos que se pueda tener en el exterior.
Otro grupo de exiliados, en el que me encuentro, nos quedamos y nos desarrollamos laboral y familiarmente. Criamos nuestros hijos, tuvimos nietos, nos hicimos ticos de cuerpo y alma. Mucha gente se extraña cuando ven que a veces pecamos de ser más nacionalistas que los mismos ticos de origen, por el orgullo y pasión que tenemos de sentirnos parte de esta Patria.
No puedo terminar estas líneas sin referirme al cariño con que fuimos recibidos. Los costarricenses son naturalmente hospitalarios y amigables. Gran parte del éxito turístico que el país ha tenido tiene que ver con esta cualidad innata. Como mi vida laboral ha estado ligada al sector turismo desde mi juventud en Chile y luego en estos 40 años en Costa Rica, lo he podido comprobar fehacientemente. El mayor valor que tiene el país: su gente. En los años que trabajé en el ICT y en LACSA, fue un concepto clave que lo utilizamos para las campañas que hacíamos en el exterior, y no nos equivocamos. El país del “Pura vida”, del “Bien por dicha”, y del “Nos encanta la gente” se hizo popular en todos los lugares adonde llegamos con el mensaje y se legitimaba con los testimonios de los que habían retornado y habían vivido en carne propia la experiencia costarricense.
Por eso, en estas cuatro décadas que se me han pasado volando, a pesar de haber perdido a mi esposa prematuramente, siento que he tenido una vida dichosa, con hijos y nietos costarricenses de nacimiento y con logros que me enorgullecen a nivel profesional. Estas vivencias no las cambiaria por nada y si tuviera que repetir aquella elección de aquel momento crítico de mi vida, entre todos los países, escogería Costa Rica mil veces.
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