Desde mi niñez, la ópera ha sido una buena compañera de mi vida. La conocí, inicialmente, gracias a mi padre, Carlos Lizama Poblete (1906-1960), que la disfrutaba en viejos discos de “78 revoluciones por minuto”, con un “tocadiscos” bastante primitivo, que había que manejar con muchísimo cuidado, ya que un movimiento mal ejecutado podía “rayar” el disco y dejarlo inutilizado o con ruidos molestos. A pesar de estas dificultades, cada vez que poníamos alguna de las grabaciones clásicas de Caruso, Fleta, la Galli Curci y otros grandes de la lírica, las escuchábamos con la mayor atención y casi devoción, como joyas que eran de la música.